La pintura, en la práctica
más tradicional, reconoce en el cuadro, es decir en el marco,
una referencia ineludible. Marco como límite de una superficie
tensionada por una serie de expectativas.
Aquello que se llamaba composición pictórica o plástica,
no dejaba de ser un análisis sobre la disposición respecto
al marco; el de las relaciones que se establecen entre la figura,
el contorno y la estructura interna. Texturas, color y figuras dan
lugar a la dinámica de la pintura, a las líneas
de fuerza que tienden a proyectar aquella disposición bidimensional
más allá de la delimitación supuesta.
¿Y que es el “cuadro” sino esa geometría-límite
donde se reconocen las figuras que constituyen los trazos “significantes”
que constituyen lo que llamamos pintura? La historia de la pintura
nos ofrece una “cronografía” de las diferentes
maneras de aceptar o superar, esta supuesta limitación.
Personas-figura o, últimamente, paisajes-figura son los signos
que Carmen Pinart utiliza como argumentos en la planitud abstracta
de su pintura.
Pero ésta, como toda práctica pictórica, nos
habla de una dialéctica de la mirada.
“En-cuadramos” la escena, y con ello, ¿inmovilizamos
o activamos lo que se nos presenta? ¿miramos o nos miran? Los
personajes-figura que son dibujados por Carmen suelen mirar hacia
un lugar indefinido. En diagonal, fijas en algún punto fuera
de cuadro, son miradas “des-encuadradas”, que inquietan,
y que niegan la aparente estabilidad de la composición.
Figuras yacentes o en posición hierática, se sitúan
en el cuadro, dinamizando la composición por su posición
des-centrada, por su mirada, que se proyecta hacia un espacio presentido,
ampliando el campo perceptivo.
Nos dice Deleuze, en su “Lógica de la sensación”,
que “hay dos maneras de superar la figuración (es decir,
a la a la vez lo ilustrativo y lo narrativo): o bien hacia la Forma
abstracta, o bien hacia la Figura”. Y esta noción de
figura es lo que entendemos como sensación.
Contraposición entre figura y forma como dialéctica
en la que reside la apertura de lo significado.
Para Deleuze la figura es una entidad aislada en el cuadro, lo que
resulta una estrategia (pictórica) para evitar el carácter
narrativo (o figurativo) que tendría si no
estuviera segregada del resto de la composición.
Carmen Pinart pinta retratos. Pero es el en rostro donde la representación
se aisla, elude la “ilustración”, para cobrar la
dimensión de Figura. Porque a pesar de su dimensión
analógica, de su “semejanza”, adquiera una función
estructural respecto al marco. Desequilibra la composición
estática del retrato clásico para tensionar la limitación
autoimpuesta por la geometría de los bordes.
Por eso no se encuentra Pinart cómoda en el marco cuadrado.
Estas geometrías regulares expresan, necesariamente, la existencia
de un centro, y éste es el máximo indicador de una disposición
cerrada.
La posibilidad de eludir la reducción de la simetría
reside en los desplazamientos de la figura, en el diagrama diagonal
de la estructura latente, o en la potencia abstracta de los colores
casi primarios, que abandonan la servidumbre figurativa para adquirir
plena autonomía.
En el color monocromo desaparecen los matices narrativos, y de esta
forma anticipan la posterior aparición del “collage”
más abstracto. Estos nuevos fragmentos de tejidos estaban ya
anunciados en el papel que desempeñaba el no-tratamiento de
la madera del soporte en la analogía figurativa de obras anteriores.
Cuando la veta y el color de la madera, o la urdimbre del tejido,
sustituyen a la gestualidad de la mano en la pintura, es la textura
de los materiales la que, de la misma forma que los colores planos,
eliminan el simulacro de espacialidad para suturar las discontinuidades
de la semejanza figurativa. Es ahora la forma la que reclama su jerarquía.
Forma abstracta que, en el caso del nuevo interés por el paisaje,
se estiliza, y confunde o acompaña, a la materialidad del soporte,
y a la geometría del encuadre.
Paisajes mismos, repetidos y descarnados hasta adoptar la manera de
un diagrama abstracto, el que, en palabras de Wittgenstein, expresa:
“posibilidades de hecho”.
Es decir, un conjunto de relaciones entre líneas, zonas y marco
que anticipan, pero no determinan, la figuración narrativa.
Estos paisajes de playas festoneadas de rocas se quedan precisamente,
en el umbral de lo que sería la desaparición del diagrama
si la semejanza acabara por dominar a la representación.
Hay mucha cultura pictórica en la obra de Carmen Pinart, asimilada
desde una opción personal. Aquella que oscila entre la geometría
abstracta de lo óptico y la linealidad orgánica que
conserva la huella de la manualidad.
La referencia al hieratismo proto-moderno de un Ghirlandaio o un Piero
della Francesca, y a la sensualidad cromática del renacimiento
italiano, no anulan la deuda con la densificación y planitud
de los fondos de Gustav Klimt. O como insinua en la actual incursión
en el paisaje, con las acuarelas maduras de Turner, donde la línea
se aleja de la representación para anunciar las líneas
geométricas más abstractas de Kandinsky.
Y esta pintura deambula por esa arriesgada frontera de la referencia
explícita sin perder la capacidad de una expresión propia.
Porque la pintura nos refiere a la presencia, (cuando
lo es), más allá de la anécdota o de la acumulación
histórica. Líneas-fuerza o colores-fuerza constituyen
el entramado objeto de posibilidades liberadas a partir de la gestualidad
de la mano.
No hay que dejarse engañar por el aparente arcaísmo
de la obra de Carmen Pinart, su naturaleza es profundamente moderna.
Una modernidad alcanzada no solo por la tensión latente bajo
la simulada armonía de sus personajes yacentes, o de sus marinas
silenciosas, sino también hablándonos de la melancolía
del presente.